Tras cruzar zonas de viñedos y frutales, la isla sur de Nueva Zelanda y especialmente su costa norte se engalanaba de un sol radiante, que más parecía del Caribe que de Oceanía.
El Parque Nacional Abel Tasman era un destino imprescindible en la ruta programada, a la vez una parada tan famosa como sus caminatas a lo largo del Abel Tasman Coast Track, la ruta costera por excelencia.
Todavía quedaban espacios salvajes, bordear la costa del Abel Tasman me enseñó entre bosques, vegetación espesa y playas turquesas que estaba sometida al ritmo del agua, a sus bajadas y subidas, atracción por un paisaje virgen, que solo quería que continuara así para siempre.
En el verano neozelandés, a pie de playas, había que hidratarse, protegerse del sol, pero no había bañistas, el agua estaba fría, y quien se atrevía a probar la temperatura del agua, salía muy pronto de ella.
La ruta costera del Abel Tasman atraía a muchos caminantes, abundaban grupos de jóvenes, con mochilas preparadas para pasar alguna noche en las cabañas del parque, actividades muy populares en la zona.
El mar fue el fiel compañero del viaje al Parque Nacional Abel Tasman, aparecía o se escondía tras la densa vegetación del sendero, al igual que los silbidos y trinos de las aves nativas del parque, un acompañamiento idílico que al parar en los distintos miradores hacia más inolvidable la visita.
Y en este paraíso protegido un ave muy especial, el pingüino azul también se cobijaba y buscaba refugio en las multitudes de formaciones rocosas del parque, incluso cerca de la desembocadura de arroyos y ríos.
Las miradas se perdían en un horizonte costero sobre el mar azul de Nueva Zelanda, llenándome de aire, con muy poco estaba pletórica, preparada para continuar el viaje.
Enlace de interés:https://www.abeltasman.com/
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